5 de julio de 2009

Contacto Humano

Oh no, no es para nada mi intención inmiscuirme en los motivos económicos, políticos, tal vez hasta ideológicos de toda ésta "fiebre del chancho" (literal, lo más literalmente hablando).
Solo escribo desde una posición humildemente humana de quien se encuentra algo preocupada por ésto de salir con barbijos a la calle, evitar el contacto con la gente y no poder compartir un mate.
No quiero restar importancia a las consecuencias que pueda traer dicha enfermedad, que no son para nada pequeñas, teniendo en cuenta tanto la peligrosidad que denota un contagio tan flexible a cualquier vía, como los resultados mortales que provoca. Pero hay ciertos vericuetos de por medio, ciertas insignificancias a las que nadie hace referencia que en lo personal que, más que alarmar, me asustan con miedo de niñita.


Vivimos desde casi siempre, exceptuando dignas excepciones, en un sistema frío y maquinal, lleno de engranajes y aparatejos por todos lados, tanto de índole tecnológico como moral. Movernos en la sociedad implica someternos a un millón de ritos absurdos y represivos de nuestras naturales condiciones, naturales lo más naturales del mundo, como lo son la necesidad del calor humano, del contacto, del amor primitivo en los pequeños gestos. Constantemente nos cuidamos de no rozarnos, de no sentirnos. Si alguien apoya su mano contra la nuestra en el colectivo, es motivo para abrir los ojos como huevos fritos a punto de estallar y retirar nuestro pedacito de piel, como si el otro pedacito de la misma, la mismísima piel, nos hubiera dado una descarga eléctrica. Entre recién conocidos, un saludo cordial de lejitos nomás, ¿y por qué se supone que debo sonreirle yo a ese completo extraño que cruzo todos los días, de lunes a viernes, a la misma hora por la peatonal? Resulta difícil decirle cosas bellas a los desconocidos, sinceras, un detalle, simplemente para almibararle el oído al iniciar una amistad, en vez de esas tediosas y tan clicheadas charlas sobre el clima, el trabajo, el estudio y la política.
Los perros cuando tienen ganas de jugar, arremeten y se muerden amistosamente, sin preguntar, sin formalidad de por medio, si no se quiere jugar un poco de indiferencia y ya está, pero no es necesario ritualizar esos instintos naturales que el humano ha olvidado, como lo son las tendencias por la felicidad y el placer.
El único instinto natural que sobrevive es la supervivencia. Es el único que le ha servido desde siempre a éste sistema materialista; es el único con el que se ha podido relativa y rebuscadamente justificar el surgimiento de otros
instintos inventados como lo son el odio, la guerra, la discriminación, los nacionalismos, los fanatismos.
Y hoy en día, parece más acorde que nunca cuando la humanidad se ve azotada por una peste como las que no aparecían desde hace años. Inventada o no, salvataje al capitalismo o no, en los hechos, la gente se aliena más para no morir.

Se separa más de las tendencias naturales del abrazo, de la mano, de la caricia, para lograr sobrevivir trazando un pequeño cubo de intimidad, salubridad y miedo. Mucho miedo.

¿Cuándo fue la última vez que aspiramos muy fuerte el aire puro? ¿O que conocimos a un extraño en una plaza, mate de por medio? ¿O le agarramos la mano a un ciego para ayudarle a cruzar la calle? Sin pensar en las pestes que pueda haber volando por el mundo, anidadas en la baba o apoyadas efímera y susceptiblemente en la piel...

Quien es adictx al contacto humano, al calorcito que se trasmite de piel a piel, seguramente va a sentir como una patada en el hígado del corazón, a éstas nuevas medidas de prevención como lo son la alienación del mundo mediante paredes, barbijos, pañuelitos, descargas eléctricas que nos avisan cuando una posible peste con sentimientos (léase prójimo) nos roza el codo.

Aquellos que se vivieron cuidando de toda la vida de mantener un espacio geométrico, friísimamente calculado lejos del mundo y sus gérmenes, simplemente van a seguir con su monotonía de la evasión, sin saber, tal vez nunca o tal vez por un largo tiempo, lo que es conocer a alguien desde el desconocimiento total pero con el hermoso prejuicio de tener algo en común, que es la susceptibilidad de la piel a los encuentros.





fotografía por ayelén disisto. "Abrazos Gratis"
las señoritas de la foto no se conocen,
se regalan abrazos por la calle, nomás.
cap fed, argentina, 2008.



danita*

1 comentario:

  1. "...con el hermoso prejuicio de tener algo en común, que es la susceptibilidad de la piel a los encuentros"
    Aplausos, me pareció genial.


    Saludos por aquí!
    Guada.

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